Jaren se había acostumbrado a la tienda, así que ya no le impactaba tanto tocar objetos y vivir sus historias como al principio. A veces incluso colocaba el stock en las estanterías y no sentía el recuerdo que guardaba el objeto, pero ese sábado fue distinto. Con lagañas aún en los ojos tocó una maleta y lo llevó a una historia que lo conmovió.
Se vio a sí mismo como un niño que corría en un solar lleno de casitas uniformadas que hacían un círculo, él andaba en tirantes y pantalones cortos y se dirigía al baño, que estaba fuera de la vivienda, en un edificio central en el círculo. Por el camino sentía el olor de café, ropa recién lavada y guiso de frijoles. Cuando salió y se fue a acercar a casa de la abuela, por la ventana, escuchó a sus padres decir algo que le disgustó: "tenemos que salir de aquí, no queremos que ellos que también se acostumbren a vivir con miedo, como quién se acostumbra a la sensación de calor. En España podremos tener más oportunidades, podremos criarlos con más paz". Él entro dando un golpe en la puerta al grito de "¡Pero qué dicen! Esta es nuestra casa. Acá tenemos todo. ¡No quiero irme!". Jaren sintió desesperación en sus propias palabras. Notaba la sangre corriéndole con fuerza y tensándole los músculos junto con la respiración acelerada. Sentía la fuerza en los puños apretados y un nudo en la garganta que le provocaba casi sensación de ahogo. Estaba colérico. "¡Yo no me voy!". Ahí descubrió que se llamaba Carlos Alberto, porque ese nombre, en tono de autoridad fue el que empleó su madre para ordenarle silencio. El chico dio otro golpe a la puerta, haciéndole saltar un trozo de madera. La abuela cogió el hombro de la madre sacudiendo la cabeza. "Miraré de hablar con él", y siguió al chico que se metió en su casa, concretamente, en la privacidad de su habitación. La anciana pidió permiso para entrar y el chico accedió. Con mucha ternura, ella trató de explicarle por qué sus padres habían tomado esa decisión, dándole a entender que no tenía opción, que era lo mejor para ellos, que lo hacían por él y su hermano, por sus futuros. En el fondo lo entendía pero no era su deseo. Carlos asintió mordiéndose el puño. Podía percibir el estómago encogido. Probablemente bajo tanta rabia, había un miedo y una tristeza brutales, pensó Jaren.
El día que tocó partir, el sol radiaba tan fuerte que parecía que el cielo también lo quería retener. Se vio a sí mismo cómo metía en la maleta varias mudas de ropa, una crema Nivea medio vacía, varios objetos y una foto de la familia enmarcada. La abuela le ofreció un jersey de lana al son de las palabras: “Por si te da frío allá”. Ella rió, pero tenía los ojos brillosos. Carlos la abrazó. Él lo metió en la maleta y la cerró.
Su tío fue metiendo cada maleta y bolsa en la camioneta. Sus padres, hermano y él, subieron en ella. El tío colocó la llave en el bombín de arranque. Carlos observó pasivo la que había sido su casa, su infancia, toda su vida, a través de la ventana. Toda la familia los despidió con las manos en el aire. Carlos, y Jaren con él, sintió cómo sus ojos se tornaban húmedos. Quería resistir la salida de las lágrimas, pero no fue capaz, éstas cayeron libres por sus mejillas. Notó unos golpecitos en el brazo. Miró a su hermano, situado a la izquierda. "Ten, yo ya me lo he ido mirando, tendremos que aprenderlo". En la mano sostenía un libro, concretamente un diccionario. En la portada se podía leer "Diccionario Español-Catalán". Carlos chasqueó la lengua y dio un manotazo al libro, que cayó al suelo. "Déjame en paz".
Continuará...
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