Jaren también tocó la concha.
Una imagen se creó enfrente de él. Estaba en la playa. Hacía una brisa suave de verano. Se respiraba paz en el aire. Estaba en un cuerpo pequeño. Era una niña, según dedujo por su biquini. Miró a su izquierda y vio una señora haciendo crucigramas en una revista. La mujer miró a la niña, lo miró a él y sonrió. Volvió a sus crucigramas. La niña estaba jugando con esa concha gigante, a rellenar un cubo que tenía delante. El mar se oía golpear con fiereza. El olor a playa, a sal, a agua le transmitía una sensación agradable. De repente la señora rompió el silencio.
-¿Tienes hambre?- preguntó a la niña.
La niña asintió con la cabeza. La señora sonrió y de la bolsa playera que se encontraba junto a ella, sacó un bocadillo envuelto en papel de plata.
La niña lo desenvolvió ansiosa y deseosa de hincarle el diente, con los ojos abiertos y enormes como platos.
Era un bocadillo de chorizo. La niña gritó “¡Bien!” y le dio un mordisco enorme. La mujer reía viendo el comportamiento de la niña. La niña miró también a la mujer. Se sentía con el corazón bien lleno.
Y con esa sensación pacífica y serena, la imagen se fue desvaneciendo dejando regresar a Jaren a la tienda de antigüedades.
Al volver, Pandora ya no estaba.
-¿Pandora?- la llamó él.
Nadie respondió.
-¿¡Pandora?!- insistió con más volumen.
Pero obtuvo el mismo resultado.
Jaren suspiró.
“Menuda familia más inquietante”, pensó para sí.